Cuento
de Navidad.
En un mugroso barrio de clase media, una rabiosa
familia se prepara para cenar. Con sillas que parecen sillones y una mesa
atiborrada con más comida de la que cinco intestinos sanos pueden procesar, el
esfuerzo mancomunado de algunos se ocupó de limpiar y mantener un ambiente
digno de una cena tranquila y no muy borracha. Afuera desde la ventana, se ven
cinco personas que hablan a ratos esperando la navidad con hambre y sed.
El papá piensa en los problemas que se avecinan. Pendiente
de miradas desconfiadas que lo rodean picotea algo de la mesa o se hace el loco al lado de la televisión. A
ratos se acuerda de cosas interesantes, cuando se puede concentrar.
”Ojalá
que este huevón no deje la cagá””.
Un hijo mira con rabia a sus padres porque horas
antes registraron su cuarto con malas intenciones. Justo cuando él no estaba para ver la patada que abrió la puerta, o esos
veinte dedos curiosos moviendo todo lo que tenía olor a viernes. Como ese
calzoncillo en el suelo que no pudo ocultar la pipa de madera. Tampoco la
ventana que a medio abrir alumbraba unos trocitos de cartón aliñado sobre el
televisor, y al lado, al gato regalón esquivando escobazos antes de huir a la
pieza continua.
Los padres exhaustos se miran con cara de “tarea
cumplida” confiscando la evidencia…
”Si
vieja, es marihuana, y de la buena”
No satisfecho, el padre sigue buscando hasta encontrar un miserable papelillo, treinta gramos
de marihuana (alta en THC) y dos inofensivos tripis.
La hija mira hacia todos lados estresada por el
teléfono, con ganas de quemarlo. La
verdad es que no tiene ganas de hablar con su pololo porque el regalo prometido
no existe y los problemas llegarán en tres días y no hay pastillas. Mientas, se
da el tiempo para compartir con el resto, siempre pensando en… ¿qué me
traerá el viejito pascuero?
El otro hijo quiere emborracharse y la mamá
también.
En el momento más solemne de la velada, ellos se
miran la cara con la boca llena y reflexionan. Alguien realiza comentarios
acerca del hambre reinante refiriéndose a la falta de diálogo en el evento,
pero el resto no sigue el tema. Simplemente todos quieren comer en paz y es difícil,
porque los próximos cinco minutos inflan un globo grande y tozudo, lleno de
caca.
La víctima del allanamiento, muy dolida con el
hecho no da tiempo a la reflexión. En silencio cuenta cincuenta segundos
después del último comentario para comenzar. Con la mano en el bolsillo derecho
del pantalón toma la estampilla, luego, exageradamente esquiva el mantel de la
mesa y en un ademán vistoso muestra el
ácido, después lo deposita en su boca, lentamente.
La madre trata de entender lo que pasa haciendo
preguntas desparramadas en la densidad del momento. La cara del padre
transforma su color hasta quedar roja. Sus ojos hinchados y lúgubres hacen que
la luz de la ampolleta sea tenue por un momento. Torpemente, la hija se levanta
y corre su silla hacia atrás, el hijo mayor protege su vaso contra el pecho y
cubre a su madre con una tabla de cocina ahogándose en un trago de cerveza.
El padre no muy cortes le pide a su hijo… mientras
el plato toma velocidad en el aire desparramando cinco pequeñas hojas de
lechuga. La víctima esquiva la cena justo antes de verla explotar en la pared
(silencio). Ahora, muy calmado dice que precisamente en los restos de loza
destruida había puesto una segunda estampilla para ver lo que pasaba, como una
sonrisa maliciosa que mira a los demás. La hija se pone de pie conteniendo una
lágrima y el hijo mayor se sienta para seguir bebiendo.
El cuasi borracho aclara el plano en un momento de
lucidez y por cinco segundos está ahí, lúcido. Levanta la cabeza y mira a su
afrentoso hermano para decirle con la mirada que a veces es mejor guardar algunos
secretos. El aludido siente que la opinión del resto no cabe dentro de su
egocentrismo exacerbado, no piensa, a la mierda. Lo dice.
Sus manos se apoyan en el borde de la mesa hasta elevar
el tronco dejando caer palabras como
piedras calientes. El mantel no aguanta la emoción y cambia de color cuando esa
copa de vino cae de los dedos llenos de anillos. La hermana menor no puede aguantar
la comida que sale eyectada hasta caer en la cara del perro. El padre tiene los
ojos cerrados y la mente bloqueada, se fue el audio pensó. Oculto en un
recuerdo lindo disfruta de la melodía intensa que lo calmaba, cuando no podía
dormir. Sentado puede mantener la mirada dos segundos antes de bajar el orgullo
mostrando su frente y las manos en ella.
Todos escucharon esas cuatro palabras, simples y
agresivas. La madre no pedía explicaciones, simplemente negaba con la cabeza lo
que sabía hace mucho tiempo. Pasada la medianoche, ella frotaba sus manos
heladas buscando otra realidad, con la mirada perdida en la pared sin escuchar
los ladridos del perro.
Tras una media hora de gritos y calma, el padre no
pudo resistir los ataques de risa imprudente que el vetusto alucinógeno le regalaba.
Una fiesta de colores salía desde y hacia todos lados adornando la mesa. Él, con
el cuello curvado atendía palabras sordas y espasmos ruidosos que hurgaban sus recuerdos
de juventud. A su izquierda, la hija queda en blanco por un minuto, pero luego lo insulta como si fuera un personaje de
Cortázar, con un brazo al cielo y el otro armado, apunta el cuchillo, pero
falla. El chef la mira satisfecho y el otro hijo sigue bebiendo como si fuera
la noche de año nuevo.
Es difícil describir la entrega de regalos porque
entre tantos insultos, pocas frases prudentes se dijeron. Imaginar que tantas
personas no lleguen a golpes directos por miedo a sangrar, algo parecido a
saber que su nombre vive en otro lugar. A cambio, decidieron arrojar los
obsequios al techo y sobre la mesa, otros se fueron directo a la basura, recinto
público donde los gatos jugaban con envoltorios de papel, llenos de vómito. Y
en el piso, ese juguete de antaño que termina tendido en la manos de un
borracho que lo abre… y dice
”Oye
viejo, estoy casi en los treinta y me estás regalando esta cagá de autito…”
Como quienes calman la sed, todos los estresados comienzan
a beber. El vidrio emite sonidos extraños que parecen tintineos de cordura
envasada, cuando la voluntad fermentada busca una tregua, pero con premura. Veinte
vasos después, el diálogo entra en razón, pero se ve borroso. El padre un poco
menos eufórico trata de dar explicaciones (vanas) hasta que se pierde hablando
de perros vagos en Checoslovaquia. La madre apoya la cabeza en sus manos
refrenando el escándalo entre una mordida de labios y un buen recuerdo. Aunque
el resto no entiende el discurso, de todas formas deciden dar una oportunidad
al viejo, pero al escuchar los beneficios del consumo diario de vino en caja,
deciden volver a insultarlo.
El hijo borracho encuentra otro momento de luz
necesaria para manifestarse. En otras palabras, deja su vaso de cerveza y lo
cambia por uno de vodka. Mira a todos y dice…
“hace
unos días ¿se acuerdan?... le dije a mi mamá conversando de la familia, que...
lo difícil es… porque… Las cosas pasan…
correcto, incluso… mierda… lo difícil
es… a pesar de que… hace rato… pero… lo que
todos merecemos…
El padre se calmó durante tres horas para regalar
un poco de sí mismo, de sus miedos y aprensiones. Una historia repleta de
detalles, perdones y llanto…
Después del discurso, el resto de los afectados
hace caso omiso a la petición de perdón y deciden seguir insultando. Incluso,
una afectada termina su velada, parada
frente a una camioneta relativamente nueva, con un martillo en la mano.
Al día siguiente, el humo que salía de la cocina
hacia irrespirable el aire de la cuadra. En el patio, las botellas con sus
respectivos olores espantaban a todo ser vivo que se acercara. Dentro de la
casa, los recuerdos deambulaban como si fueran moscas de campo, desprendiendo
un olor a ceniza y vómito que alejaba hasta al más malo de los espíritus que se
alimentan del sufrimiento humano. Paredes arriba, el techo amaneció con un
nuevo tragaluz justo en el centro, donde una rueda completa se sostenía por
inercia. Abajo, el espejo del baño
mostraba la imagen del padre en el piso, apuntado a la última pieza que ahora estaba
vacía.
Álvaro Figueroa
Aranda
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