Capítulo 1
El padre le habla de la vida, del
cómo reaccionar cuando las horas pasan sumidas en la ausencia, esa del gordo
sabio que ve televisión. Un miércoles en la mañana del año 1990, el hijo tuvo
un delicado problema en el colegio. Justo antes de salir, desde un rincón su
creatividad no reparó al elaborar insultos y burlas poco higiénicas proferidas
al más obeso de la clase, mostrando en ese entonces, pinceladas de un avanzado
manejo en el uso de “nuevas malas” palabras. El afectado poco pensó antes
correr como un jabalí suelto en un baño de tren, quien exhausto y ofendido,
tras largos minutos jadea la amenaza de muerte más espeluznante del segundo
básico, hasta que el colegio o la ciudad los separe.
El pequeño no sabía cómo
reaccionar porque nunca se había enfrentado a una situación de ese tipo, o
dicho en otras palabras, temía por su vida durante cada jornada. Con miedo
miraba a los pájaros que en los árboles se veían gigantes, lagartijas
indiferentes acompañando la mirada de señoras a las seis de la tarde. Nada estaba
bien, no hay solución. Estoy frito (pensaba)
Doce cuadras después, antes de
entrar tiene una conversación imaginaria con su madre, llena de concejos
amables que sirven para obviar criterios pre adolecentes. Reacciona para abrir
la puerta (sin llave) al patearla suavemente, luego entra la punta del pie
izquierdo dejando el resto del cuerpo afuera, en otro lapsus. Una duda lo
empuja hasta hacerlo entrar, y huele. Ya en el comedor estaba un poco más
tranquilo, se acerca al sillón…
- Papá
El padre miraba la televisión mientras comía
un trozo de pan batido con margarina
-¿qué?
-¿sabes qué? Tuve un pequeño problema en la
escuela, lo que pasa es que un compañero me quiere pegar porque me burlé de él
- (el padre sigue mirando la televisión y sin
voltearse responde) ¿Qué le dijiste?
-No, una broma nomás
-¿Qué le dijiste?
- M…
El niño esperaba un palmetazo o
por lo menos una carcajada, pero su papá estaba perdido en otra parte, entre la tele y un recuerdo.
Algunos niños jugaban en la plaza del barrio mientras él tenía al más
chico por la garganta y el resto miraba al otro hermano huir por su vida. Cerro
abajo, un tercero (el moreno) toma el reloj del maleante y amenaza con dejarlo
caer al abismo de 3 metros “cementerio de autitos”, tenía la intención de... ¿Por qué lo hacía?, no se acuerda. Reacciona
-
Mira hijo, tienes que puro
agarrarlo y sacarle la chucha
-
Pero papá , el chancho pesa más de 100 kilos
-
¿Y qué?, a tu edad siempre le
sacaba la chucha a niños más grandes que yo.
-
¿Cómo lo hacías?
-
espera a esté de espalda y lo tumbas de una patada en el poto.
-
¿Y de ahí que?
-
Asegurarlo o correr.
-
¿papá? (no responde)
El fugitivo oficial de segundo
básico era seguido por el gordo y nadie más. De hecho, durante tres meses se
cambió de puesto en la sala para evitar la golpiza. Casi todos los días tomaba
el lápiz con la mano derecha imaginando una melodía divertida, de esas que
distraen los recuerdos y te llevan a un
lugar confortable. Sin ganas de ver el fin del mundo frente a sus ojos (quedan
cinco segundos) escucha el timbre y ve acercarse a una masa con orejas con cara
de pato malo…
“Te voy a sacar la chucha conchetumadre”
Cuando un niño de siete años cree
que todo es genial, la lluvia se lleva el calor dejando a Junio con invierno en
los zapatos. Días de colegio convertidos en trozos de pan con margarina, uno a
uno perdiendo sabor a cada mascada, como un chicle y su sabor, el problema dejó
de ser importante. Hasta el día Miércoles.
En el arco está “Borgini”, apodo
que le daban al gordo en esos años. Dos equipos de veinte y tantos jugadores
por lado disputaban el partido del primer recreo. En una cancha de cemento
llena de imperfecciones, los cursos de básica se llenaban de mugre durante esos
felices quince minutos, libres como animales. Niños pequeños surcando la cancha
y algunas fintas de talentosos volantes que se perdieron a golpes. De repente
aparecía un infiltrado de enseñanza media pateando a un zurdo atrevido (en el
estómago) hasta tumbarlo… pausa, y el
balón se va en un pase. El defensa y a
veces volante central, intercepta la
pelota con un movimiento coordinado del tronco, gira y avanza regateando
con la pierna izquierda, ve al Juan de octavo y corre pensando que tiene un
tiro antes de que lo bajen. Apunta desde fuera del área, rodeado de cabezas
llenas de piojos y ansiedad, tira. La pelota de papel sale disparada y casi sin
girar pega en la cara del arquero, quien ahoga el grito de gol en una caída
poco elegante.
Suena el timbre para entrar a la
sala. El arquero es vitoreado por sus compañeros y le regala una mirada de perdón al defensa en
su desgracia. Bajo techo hablan del partido antes de que llegue la profesora,
se dicen bromas, juegan a pelear mientras relatan lo sucedido con detalles
televisivos. El pequeño académico sin darse cuenta participa de la conversación
al lado del gordo que olvida su enojo. Insultos que ya ni recuerda, ahora
cambian de tema, el disparo, el poste, el malo, el partido, el triunfo, el
recreo y los amigos. Finalmente Borgini decidió olvidar y dejar de seguirlo
porque no tenía sentido (nunca dijo por qué)
La felicidad de niño a veces se
posa en momentos insignificantes para un adulto promedio. Salir de la casa para
jugar a piedrazos o comer helado con dinero robado son fotos de polaroid
guardadas en el cajón de la alegría. Con eso basta, no hay más. El tiempo pasa
no en vano y la vida continua regalando fotos. Después de la última
conversación con su padre, el hijo
decidió en silencio jamás nunca volver a comunicarle algo.
Álvaro Figueroa Aranda
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