martes, 15 de diciembre de 2015

Paseo en Trole.

Subirse a un trole es como estar en una película de W. Allen… aunque no me gustan tienen ese “no sé qué” de nostalgia. Tal vez es la idea o forma de rescatar ese ser humano antiguo; el homus pre- era de la información.
A estas horas de la madrugada el viaje parece ser más largo (o lento). No sé si soy yo o el ambiente que carga con toda la bohemia porteña. (En alguna parte de mis recuerdos está Europa, y estas noches con madrugadas de trole, me llevan hasta esos momentos).
Cada casa o edificio que se redibuja con la luz del día se fragmenta con las ventanitas del trole (tengo resaca).  Todo parece quebrarse… ¡imagínate mi dolor de cabeza! Resaca. Resaca: RE –SA -CA…
Miro todo. Esto es igual a un tipo que termina de tomarse el último trago después de una larga noche de trabajo siendo el mono a cuerda de los comensales borrachos del bar. Porque eso es lo que es un músico de boleros porteños: un mono de cuerda con panderos y todo… nadie va a escuchar música; van a engrupirse a una mina, a quedar loco o algo como eso… ¿uno de cada 40 parroquianos gustará de la música? Creo que tengo que cambiar de Bar.
La mañana está tibia y me acerco al vidrio.   Me da la sensación de estar tocando un mosaico de esos de las paredes del bar. Esos mosaicos antiguos de baldosas que tenían las casas antiguas de mi puerto querido. Colores deslavados y junturas resquebrajadas… un mosaico bello pero en decadencia, como la mitad de la gente que transita a estas horas; mientras que nosotros vamos por un café y un colchón, la otra mitad se prepara para su trabajo. (Yo voy a llamar y diré que estoy con gripe…)
Mosaicos… Valparaíso es un mosaico. Puedo sentir el frío de cada “baldosa” junto con el olor a  piso de madera, polvo y virutilla, cera, tal vez…. Todo se me ha pegado en la nariz. Y traigo parece un poco de cerveza en los labios, y en la garganta algunas palabras que no compartí.
Ya subió el chofer y la Avenida Argentina está totalmente asoleada. Somos siete personas contándolo a él. Y dos estamos rancios de la bohemia nocturna (claro que yo parezco estar mejor). El otro tipo se sentó al fondo y está durmiendo, tiene la ropa desarmada y parece que la euforia lo dejó sin dinero…
La música aún suena. Parece que viene de mi cabeza, o tal vez el chofer prendió la radio. Da lo mismo.
Se calentó el motor y el trole parte su travesía. Antes una señora gentil que trabaja en la garita, me ofreció café de un termo tan antiguo que no me extrañaría el toque de óxido en el sabor. Qué más da. Si esta noche tomé hasta… en fin: aún tengo el sabor de las cervezas.
La mancha de café que saltó junto con el ruido del motor me terminó por despertar. Creo que fue más fuerte el impacto de la quemadura en la pierna que el trago que alcancé antes de tanto movimiento. Tanta lucidez de sopetón hizo que recordara fragmentos de anoche.
Mientras pasamos hacia Colón  veo desaparecer el barrio O’Higgins. Recuerdo que por ahí leí que el cerro Ramaditas lleva ese nombre porque antes sus casitas humildes llevaban techumbre de ramas. Me imagino cómo debió haberse visto desde el plan… El dolor de cabeza me hace recordar caras, risas, miradas, insinuaciones… ¿habrá sido el copete? Creo que entre conversa y conversa me las di de poeta… y es que esa mujer me convierte en todo lo que quise ser alguna vez… sus ojos hacen que se me olvide que ya tengo cuarenta   …y  tantos… no tantos.
Ella es como una especie de túnel en el que me pierdo. Es como este trole: es más que probable que alguna vez lo haya tomado al otro lado del planeta; en Suiza, Zúrich. Recuerdo las calles… recuerdo que cuando andaba por allá me gustaba tomar el recorrido 32 y creer que andaba en Valparaíso. Hay cosas que se parecen pero acá todo es más pobre… es más humano también, tanto cemento, tantas reglas; impuestos y automatismo…tan poca conversación…
Entonces acá estoy: después de 15 años en la resonancia de cuando el trole me ayudaba a sentir Valparaíso, y ahora que estoy acá me ayuda a entender  por qué cresta me quise venir… Ya casi llegamos a Edwards y el dolor de cabeza se acentúa con el olor a cocina hogareña que tiene la señora que se me acaba de sentar al lado… (Hay casi veinte personas y casi todos ultra-despiertos). En resumen: la señora se llama Teresa, tiene más sobrinos que hijos y cuatro gatos. Vino a comprar para el almuerzo porque después el día se le pasa muy rápido. Me dio una pastilla para el dolor de cabeza y gentilmente me prestó su espejo para que me ordenara el pelo (aproveché de arreglarme lo que más pude). Ella no se callaba pero creo que su perorata me despertó y trajo recuerdos de infancia… la señora Tencha no es de los que anda con su celu sin pescar el mundo, ¡al contrario! Me dio una lección de vida. Tanto habló la señora que de intensificarse el puto dolor de cabeza, algo hizo que desapareciera (¿Será mágico esto de conversar?).
En este punto de la mañana decidí no bajarme y ver qué más aparece, total hace dos calles que me tenía que bajar. Ya vamos llegando a Blanco y el puerto se asoma con personajes diferentes. Se suben dos tipos y una mujer. Uno de ellos lleva una chaqueta morada como de los ochentas. No es mi costumbre prejuzgar pero me dan mala espina. Y parece que no solo a mí, porque sutilmente el chofer se movió como un gato cambiando el aparato de los boletos a la izquierda y pasó un palo o fierro (no caché bien) por las piernas, y lo dejó debajo del manubrio.
La señora Tenchita se baja y al despedirse me dice que me corra al asiento del pasillo. Me dio más susto. Pasa una cuadra y se siente  atrás que el bello durmiente se alteró gritando chuchadas. Pero la gente casi no mira, no sé si es de miedo o porque van pegados en sus aparatos. Todos estamos pegados y perdidos en la mátrix. Ya no hay vuelta: somos esos robots esclavos de las películas de  ciencia ficción (pero en versión de carne. Ja!)  De verdad estamos camino a perder la calidad de humano tan conectados a los aparatos (¿Cuánto de eso tendré y cuánto del humano antiguo me queda? Al menos aún valoro conversar “en vivo”)... El chofer que a estas alturas es el único en quien estoy confiando, mira por los espejos y sigue su recorrido… el corazón se me acelera y creo que la gente se está bajando de asustada… creo que en cuanto aparezca un carabinero por la calle le pido que suba.
La tipa del trío raro hace un show para desviar la atención:  se da vuelta con un arsenal de tarjetitas gritando que tiene un hijo con una enfermedad rara, y que en esa carpeta que nunca le pasó a nadie, lleva  los documentos que acreditan su necesidad de trabajar en las micros pidiendo monedas  a cambio de calendarios. Tanta rabia, gritos y movimientos bruscos,  hacen  que los pocos pasajeros que quedan escondan sus aparatos como si fuese lo más preciado que llevan.  En menos de segundos, el de chaqueta morada  se lanza encima del pobre chofer, que  el fierro ese ya lo tenía casi en las manos. Trata de zafarse forcejeando  pero la tremenda cuchilla le da miedo a cualquiera. Se bajan tres pasajeros más. Yo debí haberme bajado con la señora Tenchita… ahora ya soy parte de esto.  Tanto que alego en contra de la gente que no se mete en nada... creo que debo hacer algo… ¡pero qué cresta hago! (Tengo más miedo que resaca).
Quiero “hacer algo” pero no puedo.  Veo cómo amenazan al pobre entre la mujer y ese de morado y yo acá en el primer asiento congelado sin poder moverme (creo que no tomaré nunca más a media semana). Quise decir algo como “¡Por favor, déjenlo tranquilo si él es un simple trabajador como todos nosotros!” pero creo que murmuré  solo sonidos entrecortados y penosos. El tercer tipo me miró y más que rápido se sentó al lado mío. Entre los apretones que me dio creo que supo más de mí que mi propia sombra…
-¿Y vo’ no llevai celular ni billetera? ¿Y qué chucha hací a estas horas sin monea por estas calles? ¿Vay a deposital al banco? ¿Por qué no depositay acá mejor?  Ya suelta la gueá y te dejo libre chuchetumaire... ¿O querí reírte conmigo chuchetumaire? ¡Ya poh muévete!  Anda soltando.
El “ya poh´ muévete” funcionó para el chofer y no para mí que  aceleró y frenó tan rápido que la máquina vomitó hacia adelante a los tres pastelitos. ¡Fue como estar en una película de acción! Te juro que vi todo en cámara lenta: los dos lanzas de adelante se torcieron y cayeron de lado. El que estaba a mi lado soltó el cuchillo que me había mostrado y trató sin resultados de agarrarse del tubo de atrás de mi asiento. Una mirada se cruzó entre el chofer yo y el tipo que estaba justo detrás del asiento de él. Algo pasó. ¡Si era como ver a la selección jugar!: todos nos movimos de puro amor a la patria y los empujamos con el vuelo de la frenada y saltaron por la puerta para afuera.
Silencio. Un silencio grato y vacío siguió a tanto alboroto. La palanca cerró la puerta del trole y solo se sentía el sordo sonido del motor acelerando… Paz… después de unos segundos reímos, nos vimos a los ojos. Caímos en cuenta que solo quedábamos nosotros tres y el tipo que asaltaron; al que asaltaron dormido de borracho atrás y que ahora está ultra despierto… creo que jamás olvidaré este momento y las caras de mis compañeros. Don José se llama, porque ya no solo es el chofer de un trole: es un héroe. Algo hablamos de la vida y lo hermoso de nuestro puerto.

De todo esto hace unos meses. De vez en cuando nos topamos. La vida sigue su curso y nuestras vidas ganaron algo de amistad. Hoy escribo este cuento porque anoche nos juntamos los cuatro en el Cinzano. Recordamos esa mañana de miércoles y conversamos de lo humano y lo divino. Disfrutamos de la música y hasta bailamos con gente nueva.


(¿No te dije que cambiaría de bar?).

1 comentario:

  1. Que historia!, de bohemios y perdedores que se convierten en héroes de su vida

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