Subirse a un trole es como
estar en una película de W. Allen… aunque no me gustan tienen ese “no sé qué”
de nostalgia. Tal vez es la idea o forma de rescatar ese ser humano antiguo; el
homus pre- era de la información.
A estas horas de la
madrugada el viaje parece ser más largo (o lento). No sé si soy yo o el
ambiente que carga con toda la bohemia porteña. (En alguna parte de mis
recuerdos está Europa, y estas noches con madrugadas de trole, me llevan hasta
esos momentos).
Cada casa o edificio que se
redibuja con la luz del día se fragmenta con las ventanitas del trole (tengo
resaca). Todo parece quebrarse…
¡imagínate mi dolor de cabeza! Resaca. Resaca: RE –SA -CA…
Miro todo. Esto es igual a
un tipo que termina de tomarse el último trago después de una larga noche de
trabajo siendo el mono a cuerda de los comensales borrachos del bar. Porque eso
es lo que es un músico de boleros porteños: un mono de cuerda con panderos y
todo… nadie va a escuchar música; van a engrupirse a una mina, a quedar loco o
algo como eso… ¿uno de cada 40 parroquianos gustará de la música? Creo que
tengo que cambiar de Bar.
La mañana está tibia y me
acerco al vidrio. Me da la sensación de
estar tocando un mosaico de esos de las paredes del bar. Esos mosaicos antiguos
de baldosas que tenían las casas antiguas de mi puerto querido. Colores
deslavados y junturas resquebrajadas… un mosaico bello pero en decadencia, como
la mitad de la gente que transita a estas horas; mientras que nosotros vamos
por un café y un colchón, la otra mitad se prepara para su trabajo. (Yo voy a
llamar y diré que estoy con gripe…)
Mosaicos… Valparaíso es un
mosaico. Puedo sentir el frío de cada “baldosa” junto con el olor a piso de madera, polvo y virutilla, cera, tal
vez…. Todo se me ha pegado en la nariz. Y traigo parece un poco de cerveza en
los labios, y en la garganta algunas palabras que no compartí.
Ya subió el chofer y la
Avenida Argentina está totalmente asoleada. Somos siete personas contándolo a
él. Y dos estamos rancios de la bohemia nocturna (claro que yo parezco estar
mejor). El otro tipo se sentó al fondo y está durmiendo, tiene la ropa
desarmada y parece que la euforia lo dejó sin dinero…
La música aún suena. Parece
que viene de mi cabeza, o tal vez el chofer prendió la radio. Da lo mismo.
Se calentó el motor y el
trole parte su travesía. Antes una señora gentil que trabaja en la garita, me
ofreció café de un termo tan antiguo que no me extrañaría el toque de óxido en
el sabor. Qué más da. Si esta noche tomé hasta… en fin: aún tengo el sabor de
las cervezas.
La mancha de café que saltó
junto con el ruido del motor me terminó por despertar. Creo que fue más fuerte
el impacto de la quemadura en la pierna que el trago que alcancé antes de tanto
movimiento. Tanta lucidez de sopetón hizo que recordara fragmentos de anoche.
Mientras pasamos hacia
Colón veo desaparecer el barrio O’Higgins.
Recuerdo que por ahí leí que el cerro Ramaditas lleva ese nombre porque antes
sus casitas humildes llevaban techumbre de ramas. Me imagino cómo debió haberse
visto desde el plan… El dolor de cabeza me hace recordar caras, risas, miradas,
insinuaciones… ¿habrá sido el copete? Creo que entre conversa y conversa me las
di de poeta… y es que esa mujer me convierte en todo lo que quise ser alguna
vez… sus ojos hacen que se me olvide que ya tengo cuarenta …y tantos… no tantos.
Ella es como una especie de
túnel en el que me pierdo. Es como este trole: es más que probable que alguna
vez lo haya tomado al otro lado del planeta; en Suiza, Zúrich. Recuerdo las
calles… recuerdo que cuando andaba por allá me gustaba tomar el recorrido 32 y
creer que andaba en Valparaíso. Hay cosas que se parecen pero acá todo es más
pobre… es más humano también, tanto cemento, tantas reglas; impuestos y
automatismo…tan poca conversación…
Entonces acá estoy: después
de 15 años en la resonancia de cuando el trole me ayudaba a sentir Valparaíso,
y ahora que estoy acá me ayuda a entender por qué cresta me quise venir… Ya casi
llegamos a Edwards y el dolor de cabeza se acentúa con el olor a cocina
hogareña que tiene la señora que se me acaba de sentar al lado… (Hay casi
veinte personas y casi todos ultra-despiertos). En resumen: la señora se llama
Teresa, tiene más sobrinos que hijos y cuatro gatos. Vino a comprar para el
almuerzo porque después el día se le pasa muy rápido. Me dio una pastilla para
el dolor de cabeza y gentilmente me prestó su espejo para que me ordenara el
pelo (aproveché de arreglarme lo que más pude). Ella no se callaba pero creo
que su perorata me despertó y trajo recuerdos de infancia… la señora Tencha no
es de los que anda con su celu sin pescar el mundo, ¡al contrario! Me dio una
lección de vida. Tanto habló la señora que de intensificarse el puto dolor de
cabeza, algo hizo que desapareciera (¿Será mágico esto de conversar?).
En este punto de la mañana
decidí no bajarme y ver qué más aparece, total hace dos calles que me tenía que
bajar. Ya vamos llegando a Blanco y el puerto se asoma con personajes
diferentes. Se suben dos tipos y una mujer. Uno de ellos lleva una chaqueta
morada como de los ochentas. No es mi costumbre prejuzgar pero me dan mala
espina. Y parece que no solo a mí, porque sutilmente el chofer se movió como un
gato cambiando el aparato de los boletos a la izquierda y pasó un palo o fierro
(no caché bien) por las piernas, y lo dejó debajo del manubrio.
La señora Tenchita se baja y
al despedirse me dice que me corra al asiento del pasillo. Me dio más susto.
Pasa una cuadra y se siente atrás que el
bello durmiente se alteró gritando chuchadas. Pero la gente casi no mira, no sé
si es de miedo o porque van pegados en sus aparatos. Todos estamos pegados y
perdidos en la mátrix. Ya no hay vuelta: somos esos robots esclavos de las
películas de ciencia ficción (pero en
versión de carne. Ja!) De verdad estamos
camino a perder la calidad de humano tan conectados a los aparatos (¿Cuánto de
eso tendré y cuánto del humano antiguo me queda? Al menos aún valoro conversar
“en vivo”)... El chofer que a estas alturas es el único en quien estoy
confiando, mira por los espejos y sigue su recorrido… el corazón se me acelera
y creo que la gente se está bajando de asustada… creo que en cuanto aparezca un
carabinero por la calle le pido que suba.
La tipa del trío raro hace
un show para desviar la atención: se da
vuelta con un arsenal de tarjetitas gritando que tiene un hijo con una
enfermedad rara, y que en esa carpeta que nunca le pasó a nadie, lleva los documentos que acreditan su necesidad de
trabajar en las micros pidiendo monedas
a cambio de calendarios. Tanta rabia, gritos y movimientos bruscos, hacen
que los pocos pasajeros que quedan escondan sus aparatos como si fuese
lo más preciado que llevan. En menos de
segundos, el de chaqueta morada se lanza
encima del pobre chofer, que el fierro ese
ya lo tenía casi en las manos. Trata de zafarse forcejeando pero la tremenda cuchilla le da miedo a
cualquiera. Se bajan tres pasajeros más. Yo debí haberme bajado con la señora
Tenchita… ahora ya soy parte de esto. Tanto
que alego en contra de la gente que no se mete en nada... creo que debo hacer
algo… ¡pero qué cresta hago! (Tengo más miedo que resaca).
Quiero “hacer algo” pero no
puedo. Veo cómo amenazan al pobre entre
la mujer y ese de morado y yo acá en el primer asiento congelado sin poder
moverme (creo que no tomaré nunca más a media semana). Quise decir algo como
“¡Por favor, déjenlo tranquilo si él es un simple trabajador como todos
nosotros!” pero creo que murmuré solo
sonidos entrecortados y penosos. El tercer tipo me miró y más que rápido se
sentó al lado mío. Entre los apretones que me dio creo que supo más de mí que
mi propia sombra…
-¿Y vo’ no llevai celular ni
billetera? ¿Y qué chucha hací a estas horas sin monea por estas calles? ¿Vay a
deposital al banco? ¿Por qué no depositay acá mejor? Ya suelta la gueá y te dejo libre chuchetumaire...
¿O querí reírte conmigo chuchetumaire? ¡Ya poh muévete! Anda soltando.
El “ya poh´ muévete”
funcionó para el chofer y no para mí que aceleró y frenó tan rápido que la máquina
vomitó hacia adelante a los tres pastelitos. ¡Fue como estar en una película de
acción! Te juro que vi todo en cámara lenta: los dos lanzas de adelante se
torcieron y cayeron de lado. El que estaba a mi lado soltó el cuchillo que me
había mostrado y trató sin resultados de agarrarse del tubo de atrás de mi
asiento. Una mirada se cruzó entre el chofer yo y el tipo que estaba justo
detrás del asiento de él. Algo pasó. ¡Si era como ver a la selección jugar!:
todos nos movimos de puro amor a la patria y los empujamos con el vuelo de la
frenada y saltaron por la puerta para afuera.
Silencio. Un silencio grato
y vacío siguió a tanto alboroto. La palanca cerró la puerta del trole y solo se
sentía el sordo sonido del motor acelerando… Paz… después de unos segundos
reímos, nos vimos a los ojos. Caímos en cuenta que solo quedábamos nosotros
tres y el tipo que asaltaron; al que asaltaron dormido de borracho atrás y que
ahora está ultra despierto… creo que jamás olvidaré este momento y las caras de
mis compañeros. Don José se llama, porque ya no solo es el chofer de un trole:
es un héroe. Algo hablamos de la vida y lo hermoso de nuestro puerto.
De todo esto hace unos
meses. De vez en cuando nos topamos. La vida sigue su curso y nuestras vidas ganaron
algo de amistad. Hoy escribo este cuento porque anoche nos juntamos los cuatro en
el Cinzano. Recordamos esa mañana de miércoles y conversamos de lo humano y lo
divino. Disfrutamos de la música y hasta bailamos con gente nueva.
(¿No te dije que cambiaría
de bar?).
Que historia!, de bohemios y perdedores que se convierten en héroes de su vida
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