Tácito
Ella caminaba
distraída la mirada buscando colores y formas; esperando que algo la sacara del
tedioso viaje. Rutinario y loco transito hacia el trabajo. Nunca subía la
mirada pues se sabía poca cosa a la luz de las oficinas y sus ternos perfumados
y faldas planchadas. Poca cosa a la luz del día. Incluso a la luz de esos ojos
de gran párroco que la miran entre caramelos, chicles y revistas cada una de
las veces en que compra el diario en la esquina, antes de entrar a su faena
diaria.
En
ese instante (en esta esquina con su quiosco) es cuando su nada basta realidad
se aúna con la de sus compañeras que, al igual que ella, perdieron en algún
momento el tren que las conduciría a sus sueños de adulto feliz y exitoso. Se
quedaron en propinas del presente, en piropos con cafeína y colillas de
cigarrillos mal olientes.
De
vez en cuando pasaba que, de tanto pasar y pasar por las mismas calles, los
mismos pasos, casi los mismos zapatos… sucedía que el hoyo del zapato
desgastaba la realidad y Eli dejaba una estela hecha hendidura por el cemento. A cada paso que daba, se sumaba un día más que
lograba horadar el asfalto. Eli pensaba al mirar sus pisadas que no era ese el
tipo de huella “histórica” que había soñado dejar con su existencia. Un café la volvió a la superficie de la
realidad y su traje de trivialidad la revistió como un repelente industrial a
la idiotez y a esa lasciva humanidad de sus clientes.
Que
pena no vivir cerca del mar, playa, río o estero… así, (se decía), podría soñar
con un rescate embotellado a modo de misiva romántica que el azar de las mareas
le trajese despreocupadamente. Muy lejos de arenas y sales, de calor y brisas
húmedas, ella se consolaba con que las palomas urbanas le cediesen frescura;
oscura, pero “frescura” al fin. Ellas las opacas voladoras, hacían que sus ojos
se levantaran sin miedo y que sus esperanzas vieran y soñaran por unos segundos
con algo más que el cemento, café y corbatas abultadas de morbo.
Todas
las mañanas eran la misma que hace cinco años. Como una función de títeres que
se repite y repite casi gastando realidades. Eli pensaba a diario en un “qué
pasaría si...” pero la inercia de la mañana y el despertador con gritos, un pan
tostado (casi quemado) y regaños del padre jubilado, le hacían arrancar de casa
y de esas penas de familia pobre que alguna vez aspiró a ser de clase media. Dejaba
tras el “crack” de la puerta lo que no quería ser. Se obligaba a continuar la
vida con su rutina; sin aspiraciones… Y así como un fervoroso y correcto
religioso parte sagradamente a su rito los domingos, ella partía a diario en el
tren de la repetición. Así como un clérigo con sotana que reproduce gestos y
palabras sordas una y otra vez, sin mirar a las cabezas devotas que abren sus
bocas por un trozo de pan de perdón, Eli, ataviada de pantis, una blusa y falda
tan baratas y negras como su vida misma. Sacaba un lápiz del bolsillo y una
libretita blanca para anunciar su pregón
de ofertas.
Mesa a mesa entregaba cortados,
mocachinos, endulzados con un
obligatorio escote. No miraba ni ojos ni cabezas porque todas eran lo mismo.
Una vida claustrofóbica. De vez en cuando alguna anécdota se le cruzaba para
exprimirle una fútil sonrisa. Eran guardadas estas instancias como tesoro para
las noches en que no conseguía sueño.
Elizabeth
pensaba que la vida se había reducido en el momento en que la familia comprimió
su nombre a solo dos vocales y una flaca y larga consonante: “Eli”. Recordaba
algunas fotos del colegio en donde aparecía justo en medio de sus dos mejores
amigas, más bajas y con algo más de grasa que ella. Creer que la trama de estas
imágenes la predeterminaban al punto de reflejarse incluso en su nombre, le
daba cierto sentido de pertenencia. El sentido cierto duró varios años, hasta
los días en que ya no usaba uniforme y podía llegar más tarde a su casa. Una de
esas noches vio una calle con un hombre grande y viejo ostentador de poder,
acompañado de dos lindas mujeres un tanto más bajas (y mucho más jóvenes) que
él. Una en cada brazo. Mucho humo, sucedáneos de perfumes y brillos de joyas
baratas les daban a los tres un halo de placer pérfido. Pensó rápidamente en
sus amigas y las fotos. Elevó sus reflexiones al punto de convenir jamás andar
en grupos pues ella tenía valor por sí misma y no necesitaba “personas- accesorios”. Esa noche llegó a su casa y no
pudo dormir. Creyó que este pensamiento sería la llave para no tener el mismo hado
que su familia. Tras un destello de sabiduría cayó en cuenta que no era solo de
su familia sino que de todo el barrio; ¿Cuántos habrán así en el mundo? De
pronto el mundo fue lo mismo que su calle con sus esquinas, incluso que su
casa. No pudo respirar de tanta aflicción y aceptó ser una más de muchas Elis. De
ahí todo fue gibarizado; desde sus ganas, sus sueños… la plaza donde jugó por
años se convirtió de repente ni en la mitad de sus recuerdos, pues las calles
de autos debían agrandarse por normativas municipales. La alcaldía argumentó que el gran progreso trae
comodidades como los autos… autos que llevan al “lejos” a otras personas. Jamás
a ella…
Así, las faldas se acortaron en pos de
una mejor propina (y menos dignidad); con ello, su mirada perdía longitud…
Un día de esos en
que los fríos intensos descansan y los desnudos brotes de vida florecen
implícitamente sin siquiera escuchar la música de la lluvia (sin decir nada),
un incidente flexionaría monotonías y destinos.
En esa nada mojada parece dibujarse
una ventana, Eli levanta su cabeza gracias al vuelo de un “quizá” con alas… Un
alguien mueve sus brazos tratando de alcanzar lo que vuela rumbo
hacia sus manos… el viajero era un papel que lo cambió todo: restituyó
el cemento carcomido y perforado por zapatos que fueron nuevos en un segundo.
La calle tuvo hasta nombre, y el aire de pronto cambió su densidad. Eli creyó
estar bajo el agua y que el papelito era su salvavidas que la llevaría a flote.
Junto con su humanidad, sus brazos se alzan a recogerlo de vuelo. Era un billete
de bus sin ocupar. Se ve viajando, lejos de todo y de todos. Llena de vida y hasta
con ganas de pensar en un futuro. Lo observa como un místico revela a
Nostradamus en su lectura. Supo entonces que era hoy el día en que su tren pasa
por última vez. Desaparece la casita pobre a la que estaba postulando; el
papelito convierte ese humilde sueño en efectivo de respaldo para su nueva
vida. Los minutos pasan alrededor en forma de gentío agobiado y presuroso.
Para cuando
reaccionó, sus compañeras se alejaban de la esquina del cruel e inquisidor
quiosquero. Piensa que es justo, que tiene derecho a hacer “lo incorrecto”. Siempre
había tenido que elegir ese camino; porque no hay otro. -La Santa Iglesia dijo
que el coludo siempre nos prueba. –Eli recordó en voz alta. Esta vez sería la
última en que pensaría en el pecado. Ya no tendría más culpas.
Se deja querer por el azar y voltea mirando y
pensando dónde estaría el camino: la calle que da al Terminal de Buses. Un giro
más de reconocimiento y todo su cuerpo cae en un abrazo de un lindo y suave terno relleno
de un hombre de ojos alegres. Él la mira. Da una ojeada al boleto e intenta
decir algo, pero las palabras no salen. Elizabeth había dejado de ser camarera
y su arrojo en el gesto, en la mirada, incluso en la recepción del abrazo le dicen
al hombre que el boleto se había adueñado de ella. Él la mira fascinado sin
saber bien de qué. Pibotean sus ojos
entre la ventana de arriba y esos aires destellantes de vida… La gente sigue
pasando y pasando…Las cejas del hombre se levantan junto con su sonrisa. Ella
no suelta sus sueños y se aferra al papel esbozando toda su determinación en la
rigidez de su cara.
El abrazo comenzó a
distenderse mientras que el hombre dejaba la ventana de lado para gozar el brío
de juventud de su “callada” interlocutora. Ve en sus ojos
el viaje, la libertad y las ganas. Ve también el tedio y la rutina que dan un
gran adiós. Le gusta el abrazo y la mujer. Piensa en las veces que podría
tenerla si pudiera llevarla consigo. Olvida aquello por el extraño afecto que
brota como el olor de una rosa cuando se acerca curvándose al tomarla del
tallo. Elizabeth le mira ya casi implorándole que la deje tomar este viaje a la
no-rutina. Ambos esperan una palabra del otro pero todo está ahí; no necesitan
pronunciarlo. Se acaba la lluvia pero ni el abrazo ni las miradas desvanecen. Él decide besarla, ella asiente. El abrazo
vuelve a apretarse y se fisuran realidades. Ya ni las calles ni los edificios
existen. Solo nubes y frescura de lluvia recién caída. Nunca se supo cuánto
tiempo estuvieron allí… (Hoy puede verse en esta esquina un gran árbol que
nadie plantó y nadie sabe cómo creció en el cemento, sin embargo todos, sin
excepción, aman y admiran).
Para cuando regresaron
del beso, todo se había secado y la rutina seguía vida como siempre. Elizabeth
quiso devolverle el boleto, pues ya su vida no sería la misma y podría seguir
en su automatismo por años. Esta locura de unos segundos le ha vitalizado
profundamente. El hombre no la deja ni efectuar siquiera el gesto de
devolución. Entiende que ha conocido a la mariposa justo al salir de la
crisálida. Quiere preguntarle su nombre, pero Elizabeth dulcemente pone un dedo
en sus labios y le dice con la mirada que no hace falta… Los dos se sueltan
como en una coreografía teatral al compás del latir de la ciudad. Ella toma
rumbo y él la sigue unos segundos con su mirada… se da vuelta para subir
al edificio y a su vida pero algo le
hace retroceder y mirarla. Ella grita feliz moviendo de un lado a otro su
boleto de bus -“¡Elizabeth!”
El hombre ya sentado
en su escritorio y mirando la calle desde lo alto, pensó en lo lindo y complejo
del nombre de su musa. Intentó separar raíz y lexema buscando su significado y
profundidad. Entendió que si lo hacía obtendría dos nombres en lugar de uno, y
sería más difícil la tarea. No dijo ni hizo nada porque ya todo estaba dicho.
Este nombre: Elizabeth, le sería de ahora en adelante sinónimo de infinito.
Nelly Barbagelata.